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Hasta mañana, abuela

A mi abuela Carmen Delgado Mouvet

Cuando murió mi abuela empezó a llover. Fue una lluvia dura e intensa, como esas tormentas de verano que mirábamos desde la terraza del salón de Aoiz. Ella abría la ventana y salía a respirar el olor de la tierra mojada. Contaba los segundos para saber dónde estaban los rayos. Luego entraba y nos acompañaba cenando, jugando a las siete y media, a la mona o contándonos por qué su padre le llamaba Manolito y le decía que era su ojito derecho.

Cuando murió mi abuela empezó a llover. Era un barrio, el suyo; una ciudad, la suya; una tierra, la nuestra, que se quejaba amargamente por perder a una de las personas más especiales que tenía. Pero cuando murió mi abuela empezó a llover, sobre todo, porque mi abuelo Pedro ya no pudo contener más la emoción de volver a verla. Llegó bien, me contó esa noche. Solo quería avisar y repetir lo último que me dijo ese domingo 25 de junio: ’mañana desayunamos churros’.

Ya sabéis que Carmen no fue una abuela normal. Tampoco fue una madre, una amiga o una estudiante normal. Mi abuela Carmen vivía de nuestras alegrías, de nuestras sonrisas, de nuestros éxitos y del gozo de disfrutar de una familia que le arropó hasta el final. Fue seguramente la más afortunada de todas las personas que nacieron en el Madrid de 1928. No solo dejó huella en su Chamberí natal, en Extremadura, Navarra o Fuenterrabía. También París y San Francisco lloran hoy su pérdida, acompasados con los latidos de su Vie en Rose, su lejana guitarra y su gusto por exprimir cada segundo.

Admiro tanto a mi abuela porque se trabajó su suerte desde el principio. No le bastaba con tener suerte, sino que además quería merecerla. Y agradecerla. Nos decía siempre, cada día, lo mucho que nos quería y lo que le gustaba tenernos cerca. Nos daba las gracias por cosas completamente normales. Nos pedía que sonriéramos incluso en los peores momentos. Así, ella se contagiaba y se templaba de nuevo. Admiro tanto a mi abuela porque vivió tres generaciones e hizo suyas dos de ellas. Suyas fueron su quinta y también la mía, compartida en los pasillos y en las aulas de la Facultad de Ciencias de la Información.

Periodista orgullosa, anciana confesa, amable e inteligente, de verbo lúcido y carisma arrollador, mi abuela decidió hacerse mayor en lugar de vieja. Decidió no quedarse atrás, descubrir todo lo que el mundo tenía para ella y ser parte de su tiempo independientemente de su edad. Por eso la admiramos tanto.

Me enseñó casi todo lo que sé durante las tardes de invierno en su salón, con las migas acumuladas en sus gafas de ver. Aprendí de su capacidad para fabricar cosas bellas y de su increíble facilidad para compartir momentos bellos. Aprendí de su infatigable lucha por no dejar de aprender. Aprendí de su optimismo contagioso y agradecido por una vida que ya no vuelve pero que exprimió todo lo que pudo, todo lo que supo.

Espéranos arriba, abuela, pero no tengas prisa. Todavía nos quedan muchos cubatas para brindar a tu salud. Sé que así es como quieres que te recordemos: divirtiéndonos en tu nombre y siendo buenos. Tú, mientras tanto, ve contando por allí arriba todo lo que hiciste. Te van a poner titulares en las nubes para que cuando llueva nos empapes de alegría, de optimismo, de ganas de seguir adelante, de mirar a la vida a los ojos, de hablarle de tú a tú y de hacer nuestro el tiempo antes de que el tiempo nos haga suyos.

Hasta mañana, abuela. Aprovecha y descansa. Nosotros vamos poniendo la merienda.


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