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Aviones

Qué pequeños eran siempre esos sitios. A duras penas le cabían las piernas, y eso que no era especialmente grande. ‘Estoy en la altura media’, le gustaba decir. Omitía que se refería a la femenina y de otro país, aunque no estaba seguro de cuál. Él sabía que no era cierto, como también lo sabían sus agradecidos oyentes; pero lo decía con tal aplomo y seguridad en sí mismo que nadie solía ponerlo en duda.

No lo pasaba bien en los aviones. No era sólo el tamaño de los asientos, ni la sonrisa cínica de las azafatas. Tampoco los ronquidos del de al lado, ni la maleta de la de delante. Era sobre todo la anchura del pasillo, ese tramo apurado al milímetro para que entrara otro asiento más. Pero sus reparos iban mucho más allá de la pura dimensión espacial de la franja que separa los dos lados. Lo que menos le gustaba de los aviones era ese espacio que separa los dos mundos que se forman a bordo: la derecha y la izquierda. Intercambiable si miras desde delante o desde detrás, claro. Pero, en todo caso, dos mundos enfrentados. Dos bandos, dos maneras de ver la vida, dos maneras de ser y de estar. Salvo que los pasajeros sean anglosajones, que en ese caso sólo están o sólo son. O las dos a la vez, pero les da igual porque no lo distinguen.

Él sabía que el pasillo del avión era la barrera invisible que ha delimitado las fronteras desde el principio de los tiempos. Era siempre la misma. Primero el pasillo dividiría familias; luego clanes, tribus, reinos e imperios. Hoy divide países, naciones y regiones; pero también colores, lenguas y diseños de calzado. Pero es siempre el mismo pasillo, la misma línea roja que le quemaba el pie izquierdo en aquel vuelo Madrid-Berlín. A él le había tocado la parte derecha. A ella la parte izquierda. Entre medias el pasillo y un pasajero asiático con sudadera gris y respiración honda.

El pasillo tenía exactamente la misma anchura que su equipaje de mano. Lo sabía porque había tenido que llegar hasta el final atascando la maleta en pies sobresalientes cerca de siete veces. Lamentaba no haberlos amputado, aunque sospechaba que eso habría retrasado el vuelo. Cuando por fin llegó a su asiento se quitó las gafas y el abrigo. Dejó su maleta debajo del asiento y el abrigo en el asiento de al lado, misteriosamente vacío. Subió la ventanilla y divisó la enorme cruz blanca junto a la pista del Aeropuerto de Barajas. Todo estaba en orden.

Hasta que miró al pasillo.

Allí estaba ella, con el pelo recogido, jersey a rayas y pantalones piratas. Un atuendo ganador para el Berlín de principios de marzo. Escuchaba música en su móvil, agitaba la cabeza rítmicamente y deslizaba compulsivamente el pulgar izquierdo por la pantalla. Diez segundos más a esa velocidad y habría agotado la discografía del mismísimo Andrés Calamaro. Pero paró. Había encontrado la canción que buscaba. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Él se abrochó el cinturón y trató de estirar las piernas. No lo consiguió. Confirmó que no sólo el pasillo tenía la anchura exacta de su maleta, también estaba calculado el hueco de debajo de los asientos. Qué nivel de precisión, pensaba. ¿Qué se habría calculado antes, el ancho de las maletas de mano, la anchura del pasillo o el hueco de debajo de los asientos?

Decidió que lo primero habría sido el pasillo. El ser humano sabe cuidar mejor de las barreras que de sí mismo, con una capacidad pasmosa para adaptar cada una de las facetas de su vida a los condicionantes que delimitan los límites autoimpuestos. Al hedor de la frontera, al calor del foso. Al triste renquear del carrito que deslizaban las azafatas por el pasillo del avión. Él preguntó educadamente a una de ellas. Llevaba un moño recogido en una extraña forma redonda, siguiendo los cánones de belleza de Tatooine. Estaba excesivamente maquillada y tenía las cejas pintadas. La sonrisa le dibujaba grietas en las toneladas de pote que cubrían sus mejillas. Hablaba español con acento y pronunciaba la palabra ‘gracias’ de manera encantadora. Le resolvió su duda y siguió con su carrito avión abajo.

Pero ella había despertado.

Él miró hacia su izquierda pero no reparó en cómo lo miraba la chica del jersey a rayas y pantalones piratas. Necesitaba hacerse a la idea de cómo se distribuirían los bandos. La derecha, donde estaba, tenía más huecos libres y menos gente, pero la izquierda estaba mucho más desorganizada. Miró hacia delante y hacia atrás. El lado derecho del avión leía distraído, el lado izquierdo dormía indiferente. Eso sería su perdición. Serán más, pero duermen y no se molestan en formarse. Sacó la Moleskine de los viajes. Trazó el plan maestro de ataque. Entrarían por delante y por detrás, por la cabeza y la cola del avión. Los arrinconarían en el centro, rodeándolos y exigiendo rendición.

El ronquido de su compañero asiático le sobresaltó. Miró a su izquierda y se encontró con su mirada. La chica de los pantalones piratas, que estaba al otro lado del pasillo, le miraba fijamente. Ella le sonrió, se colocó la coleta y bajó la mirada de nuevo al móvil. Dejó la pantalla sin bloquear y mirando a su derecha. Él no pudo resistir y miró lo que ponía en la pantalla. Escuchaba una canción que él había relegado ya al rincón más profundo del olvido. Era un viejo hit de los 90, uno de los que preferiría no tener que volver a escuchar nunca. La adolescencia fue dura en esos años. Los recuerdos se ligaban a canciones que no resistieron el juicio del tiempo.

Ella giró el móvil. Eso le volvió a sobresaltar: en cuestión de una décima de segundo había retrocedido quince años y volvía a mascar chicle Boomer en un banco en Argüelles. Miró a la chica del jersey a rayas. Le volvía a sonreír, pero no se quitó los cascos. Simplemente deslizó el pulgar y volvió a girar el móvil hacia él. Escuchaba la misma canción de nuevo. Una vale, pero dos… Dos no. Eso sí que no. Ella sería, desde ese momento, su peor enemigo.

Estaba dispuesto a decírselo con la mirada, pero la chica se levantó y se fue a ver a alguien. Del lado izquierdo, claro. Nadie en el lado derecho acumularía suficiente grado de vileza como para recibir de buen grado al enemigo. Sacó de nuevo la Moleskine de los viajes. Retocó su plan maestro de ataque para asegurarse de que ella quedaría encerrada en el centro, con la suficiente presión como para ser la primera en suplicar clemencia, compasión y piedad. Estaba haciendo anotaciones al margen cuando la megafonía informó del aterrizaje. La azafata de las cejas pintadas le pidió amablemente que se abrochara el cinturón.

La chica del jersey a rayas había vuelto a su sitio con una sonrisa de oreja a oreja. El asiento de su lado estaba ahora ocupado por otra chica que le cogía la mano y le dibujaba corazones en la mejilla. Él no dejaba de mirar, ellas se besaban. Era tarde para su plan maestro de ataque. Aterrizarían, bajarían del avión y el pasillo desaparecería. Se mezclarían entre sí y ya nadie sabría a qué bando había pertenecido. Serían sólo personas a las puertas de una de las ciudades más maravillosas que conocerían.

Cuando el avión tocó tierra se levantó. Cogió su maleta y salió al pasillo. Las dos chicas le cedieron el paso, le sonrieron y le dieron la bienvenida a Berlín. Aprovecharon para chapurrear en algo parecido a español que volverían pronto a Madrid porque les había encantado.

Él bajó del avión. Olvidó pronto lo sucedido sin saber que allí encontraría a la madre de todos los pasillos. Decían que ya no quedaba Muro en Berlín, pero descubrió que habían respetado la línea donde una vez se levantó. Tocó el bolsillo izquierdo de su abrigo. No estaba la Moleskine. Había perdido su libreta y con ella su plan maestro de ataque.

Dos días después la encontraría en una de las baldosas que señalaban el paso del Muro. La habían llenado de corazones. Todos llevaban la misma firma: ‘la pareja del lado izquierdo del avión’.

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