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El extraordinario incidente de la salida 18

Era justo esa hora en la que ya da igual que bajes la visera o que entornes los párpados. El sol estaba tan bajo que deslumbraba sí o sí. Era agosto y el mío debía ser el único coche en diez kilómetros a la redonda. Iba camino de casa y cogí, como siempre, la salida 18 de la carretera de La Coruña. La salida 18 se divide en dos, ya sabéis: un camino para ir a El Escorial y otro para ir a Las Rozas. Entre que no veía nada con el sol y el temazo que estaba poniendo Rock FM me equivoqué y seguí hacia El Escorial. No me di cuenta hasta un rato después, cuando acabó la canción y me bajé del escenario en el que imaginaba para aclarar la voz y afinar la guitarra.

Al principio no le di más importancia, pero me crucé con dos seres extrañamente verdosos en el arcén. ‘La luz’, pensé, ‘que ya me está jugando malas pasadas’. Eran altos y tenían la cabeza demasiado alargada, que de eso sí me di cuenta. Los borré de mi mente en cuanto empezaron los primeros acordes del Sweet Home Alabama en la radio. Decidí seguir hasta El Escorial; total, qué más daba. Tampoco tenía prisa. Paseíto por el Monasterio, saludo a Felipe II y a casa.

Me los volví a cruzar a los dos kilómetros, aunque yo estaba seguro de volver a estar en el desvío de la A-6. Esta vez se giraron cuando pasé a su lado. Tampoco pensé que fueran los mismos, por mucho que se parecieran. Era un poco como la típica convención de frikis vestidos de Caracono, aunque el disfraz estaba realmente conseguido.

La tercera vez que me los crucé, con ese molesto sol que no terminaba de esconderse tras las montañas, me empecé a mosquear. No acaba de entender por qué la carretera parecía todo el rato igual. Tampoco es que fuera a diario a El Escorial, pero yo esa carretera la conocía. Y había algo raro.

Fue a la cuarta cuando me asusté. Yo juraría que había conducido unos quince minutos, pero volvía a estar en la salida 18. Volvía a estar equivocándome de salida y los dos seres verdosos estaban esta vez parados con un brazo extendido. ‘Joder con el yogur caducado’, me dije, ‘la próxima vez meriendo un mandarina y a correr’.

Pasé de largo haciéndome mi composición de lugar. Estaba teniendo un déjà vu de esos pero a lo hardcore, estaba claro. El yogur habría fermentado algún tipo de sustancia que no me había sentado del todo bien. Claro, ahora entendía algunas cosas de la campaña de Cañete para las europeas. Me estaba convenciendo a mí mismo justo cuando volvía a estar en la salida 18. Los dos seres verdosos estaban ahora en mitad de la carretera y no en el arcén. Tuve que frenar bruscamente para no atropellarlos.

Os juro que lo siguiente ocurrió como lo cuento. Los dos seres verdosos me indicaron que detuviera el vehículo en el lado derecho de la carretera. No parecían guardias civiles, pero yo ya me temía lo peor. Seguro que lo eran y lo del yogur era más grave de lo que pensaba. Pero no, no lo eran. Paré el coche y se subieron al asiento de atrás. Los pestillos estaban bajados, pero les dio igual. Abrieron las puertas y se sentaron. Me giré. Tenían los ojos negros, grandes y ovalados; la boca estrecha y dos agujeros como fosas nasales. No tenían orejas.

–No se asuste –dijo el de la derecha–. Venimos de Casiopea y estamos un poco perdidos. Su coche es el primero que nos cruzamos en dos horas, que creo es la medida de tiempo que usan aquí, ¿no?

Yo no fui capaz de decir nada.

–Bueno, es igual –continuó–. Le cuento. Estamos celebrando que cumplimos años-luz y la agencia de viajes nos ha traído aquí. Un lugar exótico, nos dijeron, muy diferente a nuestra casa. Venimos aquí porque la guía Lonely Galaxy recomendaba Madrid. Decía que en esta ciudad no destacaríamos por nuestro aspecto y que lo pasaríamos bien. Y el caso es que llevamos un rato caminando y nos hemos perdido.

–Hemos tenido que traerle hasta aquí como seis o siete veces hasta que ha parado –esta vez hablaba el de la izquierda–. Podemos modificar el tiempo a nuestro antojo, no es que se haya vuelto loco. En serio, es solo que estamos perdidos.

–Que estáis… perdidos… y que ve-venís de… ¿Casiopea? –intenté hablar de manera serena, pero no sé si lo conseguí–.

–Sí, eso es –dijo el de la izquierda–. Nos preguntábamos si sería usted tan amable de llevarnos a eso que llaman Madrid, allí donde pasaremos desapercibidos y donde podremos comprobar cómo se vive en este planeta.

–La guía decía que al principio provocaríamos sorpresa, y me lo creo por cómo nos está mirando –ahora le tocaba al de la izquierda–. Pero de verdad, no se asuste, que sólo somos turistas. Me gusta eso que suena, es lo que llaman música, ¿verdad? Si fuera tan amable de llevarnos a un sitio de esos donde hay seres como usted manipulando objetos que provocan ondas auditivas armónicas y rítmicas estaríamos eternamente agradecidos.

Y si no, dijeron al unísono, me mantendrían en ese bucle de la salida 18 eternamente.

Vaya tardecita.

Les dije que sí, que por supuesto, arranqué el coche y conduje a Madrid. Aproveché el camino para hacer preguntas sobre Casiopea, pero ya no hablaron más. Estaban absortos en las calles de Filadelfia de Bruce Springsteen, que era lo que sonaba. Paré en Fuencarral esquina Gran Vía. Les invité a bajar y, en efecto, se mezclaron entre la multitud sin que nadie, y digo nadie, mirara ni un poquito raro. Me dieron las gracias muy educadamente.

Volví a Las Rozas. Pasé por la salida 18 una vez nada más. El cartel del desvío había cambiado, y ya no ponía ‘Las Rozas-El Escorial’. En su lugar había unos bellos caracteres dorados que decían ‘Gracias-Ahora queremos sexo’.

No he vuelto a coger nunca esa salida. Pero hoy tengo cuerpo de tango.

Así que luego os cuento.

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